A los 2 minutos de llegar a casa, Luca me ha dicho que quería un polo.
«Un polo ahora no te puedes comer. Vamos a ducharnos. Luego cenamos. Luego te comes un polo si quieres».
«¡Quiero un polo ya!»
«Ya, pero ahora no te vas comer un polo»
«¿Por qué? ¡Quiero un polo! ¡Quiero un polo ahora!»
«Primero nos damos una ducha, luego cenamos y luego te comes un polo. ¿O quieres dos?»
«Cuatro. Quiero cuatro polos»
«Vale, pues después de cenar te comes cuatro polos» (Le digo cuatro porque sé que después de cenar no le apetecerá probablemente ni siquiera uno. Después de las comidas no comemos ni fruta)
«¡No! ¡Quiero un polo ahora!»
Aquí, ya estaba todo descontrolado y desbordado. Luca gritando y llorando mucho. Y mucho rato. Cuando llega este punto no me deja interferir, ni física no verbalmente. No hay palabra que me deje terminar. No me deja ni mirarle.
«¡No me mires la cara!»
No me deja abrazarle. Solamente funciona estar relajada. Hay veces que me siento más o menos cerca. Y espero. Hoy he continuado preparando los pijamas y las toallas para el baño.
Y él ha ido cada vez a más.
«Sé que estás enfadado. Y entiendo que lo estés, Luca. Quieres un polo ahora pero no quiero que te pongas otra vez malito de la tripa. Quiero cuidarte y primero tienes que cenar»
En un descuido ha ido al congelador y ha cogido un polo y se ha escondido detrás del sofá. Me he acercado y se lo he quitado y lo he vuelto a guardar.
Lloros y más lloros. Gritos y más gritos.
Yo he seguido explicándole porqué no quería que se comiera un polo.
«Hoy has estado malito de la tripa, Luca. Sé que ya estás bien pero quiero que cenes algo primero y luego te comas el polo»
«¿Te vienes a la ducha?»
«¡No! ¡Quiero un polo!»
Se ha ido a la cocina pero no lo ha cogido. Ha vuelto y se ha quedado al otro lado de la cortina del baño insistiendo, gritando, llorando, insistiendo, insistiendo, insistiendo.
Me he asomado un par de veces e intentado hablarle.
Nada. Férreo.
Insiste. Insiste. Insiste.
Me he puesto de cuclillas en la ducha y me he asomado. Ha empezado, aún llorando, a permitirme entrar y hablarle un poco.
«Luca, te has puesto muy nervioso y muy enfadado y muy triste. Yo no te he dicho que no puedas comerte un polo. Te he dicho que después de cenar. Que primero una ducha, cenamos y después un polo»
«Quiero un polo ahora»
Sigo duchándome.
Sigue insistiendo.
Vuelvo a agacharme.
«¿Puedo darte un abrazo, por favor?»
«No»
«¿Puedo darte un beso?»
«No»
Aquí su lloro ya era solamente de tristeza. Sin ira.
«¿Quieres entrar conmigo a la ducha?»
«No»
Sigo duchándome.
Ya no insiste. Llora triste.
Podemos diferenciar bien sus lloros tristes de los de enfado, de los de rabia, de los de decepción, de los de dolor.
Vuelvo a agacharme.
«¿Puedo darte un abrazo?»
«Sí, por favor»
Nos abrazamos.
«Me has mojado»
«¡Tengo una idea! ¿Quieres ducharte vestido?»
«No»
Sigue llorando pero ahora pensando en lo que le he dicho.
«¿Quieres entrar con la ropa en la ducha y bañarte vestido? ¡Es muy divertido!»
«¿Sí?»
«Sí, ven. Ya verás»
Siempre tenemos dudas sobre cómo poner límites en determinadas situaciones. ¡Porque es complicadísimo hacerlo!
Esto no es una guerra de poder. No es su voluntad en contra de la mía. Es mi límite con una explicación continua.
Muchas veces nos enzarzamos en un Sí versus No sin argumentos. ¡Porque yo lo digo!
Es decir, porque aquí mando yo. Y punto. Porque yo no quiero. Y punto. Y no me importa que no lo entiendas. No me importa que no lo aceptes. Aquí lo importante es que yo soy la madre/el padre y aquí se hace lo que yo diga. Por pura jerarquía. Fin. Y cuando te canses de llorar pues ya vendrás.
Pero la jerarquía aquí no tiene cabida. Al menos en esa forma. Al menos así. Al menos en nuestra casa.
Vivimos situaciones de desencuentro con nuestros hijos. Pero también con nuestras parejas y sabemos bien que un «No puedes ir a cenar con tus amigos porque lo digo yo» no es sano. ¿Pero con nuestros hijos sí lo es?
Es dificilísimo muchas veces. Muy muy difícil. Pero claro que se puede.
Sí, a Luca sí le digo No muchas veces. Sí le pongo límites. A veces consigo conectar con el respeto y la armonía.
Otras veces no. Entonces me disculpo. Rectifico en lo que se puede. Y vuelvo a conectar con él.
Pero siempre intento ser consciente de lo que está ocurriendo. Si puedo serlo en el momento, consigo la armonía y la conexión aún estando en medio del conflicto. Si no puedo serlo en el momento, lo soy después y lo hablo con él en cuanto me doy cuenta.
Esto no va de ser perfectas. Sino de ser conscientes.
Y sí, esta noche de postre, nos hemos comido un polo que nos ha sabido a gloria a los dos.