«Cariño, cuando seas mayor quiero que seas una persona fuerte, independiente, que no te dejes achantar por nadie, que no aceptes las normas porque sí de absolutamente nadie y que pienses por ti mismo».
Pero esto, cuando seas mayor.
«Ahora, de pequeño, quiero que seas obediente, que aceptes mis normas sin cuestionarlas -porque yo sé mejor que nadie, incluso que tú, lo que necesitas y quieres en cada momento-. Ahora, de pequeño, quiero que te comportes como un adulto pero bajo mi voluntad y orden. No quiero que me cuestiones ni me contestes. Quiero que, a ratos, tengas una actitud pasiva y que aceptes mis gritos y cachetes en el culo como respuesta a tu comportamiento que, a veces, me molesta en mis quehaceres. Pero que no los repitas. No quiero que grites ni pegues».
Y, así, con este ejemplo de contradicciones viven y crecen nuestro hijos. Contradicciones que viven, además, en diferentes contextos porque se relacionan con diferentes personas y en diferentes lugares: en el cole, en casa, con otros familiares, con amigos… Y en cada sitio, sus normas. Cada persona, sus formas. Cada lugar, un ambiente.
Nuestra primera obligación como padres debería ser no aportar caos en la vida de nuestros hijos. A la edad que sea. Empezando desde el primer día. Y estas contradicciones son una forma de ofrecerles caos. Caos que, cuando crezcan, tendrán la ardua tarea de organizar, de ordenar, de resolver probablemente con un trabajo terapéutico durante la mayoría de su edad adulta si tienen la suerte de ser conscientes y, además, toman la decisión de no repetir patrones.
¿No será mejor que seamos nosotros, ahora, los que nos hagamos el costoso trabajo de romper esos moldes? ¿De que, por mucho que nos cueste, seamos los que en lugar de caos intentemos aportarles orden y calma?
