¿Y no será que habíamos creado un mundo en el que los niños se pasaban la mayor parte fuera de casa?
He hablado con profesionales y con mamás y papás con hijos/as de varias edades. No tengo esa ‘mayoría’ en mi mano, pero sí que con todos los que hablo sus niños están bien.
He leído artículos en los que se habla de obesidad, depresión o regresiones emocionales o evolutivas graves en muchísimos niños. Y todos estos que hablan de la defensa de los niños no creo que estén del todo escuchando sus necesidades de verdad.
Luca tuvo regresiones durante dos semanas. Las vi clara y rápidamente. Las observé. Luca ha sido un bebé muy sensible a ciertas cosas desde el infarto cerebral. Pequeños ruidos externos a veces imperceptibles para un adulto para él fueron un verdadero drama durante más de 1 año. He tenido que acompañarlo en sus circunstancias y crearle momentos de silencio para su propia autoregulación. Protegerle de situaciones de escándalo y ruido. Y sobre todo, anticiparle desde muy bebé cuando yo iba a hacer algo de ruido para que fuera poco a poco reconociendo mis avisos y pudiera sentirse seguro.
De repente, tras dos semanas de confinamiento y durante dos semanas más, cualquier ruido en casa de un vecino, un petardo a las 20.00 en los balcones, o una cuchara que se me cayera, se volvieron a convertir en un momento de verdadero pánico para él. Gritaba. Lloraba desconsolado. Le costaba respirar. Durante esas dos semanas, Luca tenía pesadillas y se despertaba muchas veces por la noche. Durante esas dos semanas, Luca vivía pegado a mi. De ser un niño independiente en el juego, en el movimiento y en los abrazos, pasó a necesitarme para absolutamente todo, se caía constantemente y se hacía pupas, y solo quería brazo.
Pero no fue el confinamiento. No el suyo.
Cuando pasaron esas dos semanas, me di cuenta de que lo que había cambiado en la vida de Luca no era que estaba encerrado y sin contacto con más personas excepto con mamá.
Lo que había cambiado en la vida de Luca era yo. De repente y durante dos semanas, Luca había dejado de sentirse conectado a mi. Durante dos semanas, su madre vivía el día nerviosa, pegada al teléfono y al ordenador. Corriendo a hacer la comida y poner la lavadora. Sin paciencia. Riñéndole por cosas que hasta hora habían formado parte de su exploración, su aprendizaje y su disfrute y el mío.
Y Luca empezó a expresarse como podía. Gritándome. Y yo a él. Pegándome con juguetes o cualquier cosa que llevara en la mano. Y yo a él. Haciéndome daño. Y yo a él. Con poca paciencia ante lo que yo le pedía. Y yo con ninguna paciencia ante su demanda constante.
¿Tuvo regresiones Luca? Sí.
¿Cambió su comportamiento? Sí.
¿Cambió sus rutinas de sueño? Sí.
¿Comenzó a ser más dependiente, más miedoso, más demandante? Sí, sí, sí.
¿Fue por su confinamiento? No.
Fue por el mío. Fueron los agentes externos, mi exigencia por intentar salvar un proyecto educativo que me apasiona, mi preocupación por mis padres y mis hermanos, mis ganas de salir a tomar café y a hacer deporte, fue por mi necesidad de interactuar con otro adulto y que me abrazara.
Fue mi confinamiento el que hizo que Luca dejara de sentirse conectado a mi y a salvo.
Yo defiendo a los niños por encima de todo. Siempre. Por encima de este sistema creado por adultos para adultos. Este mundo creado para adultos desde una visión y un punto de vista de adultos.
Y les defiendo ahora cuando digo que están bien. Los niños que no viven en situación vulnerable o de riesgo están bien.
Creo que debemos dejar de preocupar a todos estos padres y madres que están pensando que sus hijos van a sufrir consecuencias de este confinamiento. Que creen que están sufriendo daños emocionales irreparables.
Los niños están bien.
Sí.
Los niños están bien.
Están bien mientras nosotros estemos bien.
Están bien mientras sigan sintiendo la conexión que necesitan sentir con nosotros. Nuestro amor. Nuestro acompañamiento. Nuestro respeto.
¿Que se agobian? Claro.
¿Que necesitan socializar y ver a sus amigos y abrazar a sus abuelos? Claro.
¿Que necesitan salir y echar a correr y jugar al aire libre y tumbarse al sol? Claro.
Y todo eso llegará.
Pero, ¿los niños no se agobian en el cole? ¿No se agobian en la música o en el inglés? ¿No se agobian estando más rato fuera de casa que dentro? ¿No se agobian cuando no ven a sus padres hasta la hora de cenar?
Parte de la vida, y eso también lo tienen que aprender, está agobiarse. Saturarse. Necesitar un cambio de aires. Necesitar algo que no se tiene. Y lo mejor que les podía pasar es sufrir ese agobio acompañados de sus padres. En su zona de confort y refugio. Y no solos ante situaciones muy difíciles de gestionar para ellos y con poca ayuda real y efectiva adulta.
Aprovechemos no solo estos momentos de cocinar juntos y jugar y bailar en el salón.
Aprovechemos también que tenemos la maravillosa oportunidad de acompañarles en sus ratos difíciles. Que tienen la oportunidad de estar con nosotros, de llorarnos y de explicarnos. Aprovechémoslo y rectifiquemos en lo que no gestionamos bien de nosotros mismos y de nuestra relación con ellos.
Y dejemos, en el proceso, que el bicho siga disminuyendo su presencia entre nosotros, que nuestros abuelos sigan estando a salvo, y que nuestro sistema sanitario siga relajando y cogiendo fuerzas para el futuro.
