La Comunicación No Violenta es un término creado por el psicólogo estadounidense Marshall B. Rosenberg que se basa en un proceso de comunicación empático y sin juicios.
Hay un proceso en la Comunicación No Violenta que se basa en:
1- Observación de los hechos sin juicio
2- Sentimientos que tenemos en relación con lo que observamos
3- Necesidades, valores o deseos que dan origen a nuestras necesidades
4- Petición concreta que mejorará la situación
En el acto de comunicación se encuentran el emisor y el receptor. Y de ellos depende que esa comunicación sea sana o se convierta en un momento de tensión sin solución.
Según Marshall, para que se de la Comunicación No Violenta, el papel del receptor puede convertirse en fundamental para que el conflicto sea menor o inexistente.
Por una parte, el emisor tiene la responsabilidad de expresarse sin juzgar. Incluso a si mismo. Tiene que aprender a reconocer e identificar sus propias necesidades y saber expresarlas para que la comunicación con el otro sea clara y lo más sana y respetuosa posible.
El receptor, por su parte, tiene la responsabilidad de escuchar de forma que se conecte con la empatía y no con el juicio. Así, comprender qué emociones y qué necesidades hay en lo que el otro te expresa.
Fundamental es también la forma de darle el feedback al emisor. Es decir, responderle a su mensaje.
¿Y qué tiene esto que ver con la crianza?
¿Qué tiene que ver con la comunicación con un bebé o con un niño que ronda los 2 años y está en pleno apogeo en la expresión vehemente de sus emociones?
Todo. Tiene que verlo todo.
Si conseguimos olvidarnos de la relación jerárquica con el pequeño, lo veremos con más claridad.
Podemos volver a preguntarnos:
¡Pero si no habla!
¡Pero si no sabe lo que dice!
¡No sabe lo que quiere!
Mentira. Otra vez mentira.
Un bebé desde que nace sabe muy bien lo que quiere y lo que no. Lo va aprendiendo cada día de su vida. Sabe lo que le sienta bien y lo que no. Sabe con qué personas conecta y con quién no. Sabe lo que quiere y lo que no.
Pero tenemos que ser capaces de preguntárselo constantemente. Sin decidir por ellos. Sin asumir nada por ellos. Sin presuponer nada por ellos.
Cuando rondan los 2 años, los niños están empezando a ser conscientes de sus habilidades, de lo que han aprendido a hacer, y también de lo que todavía no. Saben muy bien lo que les gusta comer y lo que no. Saben cuando tienen hambre y cuando tienen sed y cuando tienen sueño. Saben con quién quieren estar y con quién no en cada momento. Reconocen su cuento favorito y el juguete que quieren según el momento.
Como siempre, el problema somos nosotros. Nuestras prisas, nuestro estrés acumulado y que casi siempre viene de fuera. Nuestra presuposición de que todo eso nuestro hijo no lo sabe y nosotros tenemos que decidir por ellos todo en cualquier momento.
Cuando comprendemos esto, es muchísimo más fácil comprender la expresión vehemente de sus emociones.
Nuestra función es complicadísima y deberíamos poner en la balanza nuestra forma de relacionarnos con ellos y ver qué parte es la que pesa más.
No es cuestión de ser perfecto o impecable. Es cuestión de que en la balanza siempre gane la empatía y la comunicación no violenta. Aunque sí, a veces gritemos y nos enfademos y decidamos de forma unilateral lo que sea por ellos, aunque no les venga bien. Aunque sepamos que no deberíamos. Aunque la posición de poder asome y luego nos venga de golpe lo que hemos hecho. Será entonces el momento de pedirle disculpas. De mirarle a los ojos y contarle lo que ha pasado y porqué. Y le pidamos perdón.
Y que, al final, en la balanza siga ganando la empatía.
¿Que hacer ante una rabieta?
Hablarle y escucharle y observarle con una conexión compasiva y empática. Sin juicio. Sin evaluación. Sin conclusión.
Recibir esa rabieta con empatía es fundamental. Sin prejuicios. Sin tomarlo de forma personal. Sino siendo conscientes de que no sabe expresarse de otra manera, de que es está desbordado, enfadado, confuso, cansado, hambriento. O varios de estos a la vez. Y no es capaz de reconocerlo, ni de comprenderlo ni de expresarlo de otra manera.
Responder con empatía va a ayudar a relajar el conflicto y la aparente violencia con la que el pequeño está actuando.
Tenemos que centrarnos en lo que el peque está sintiendo sin intentar modificarlo. Ni quitarle importancia. Sin tranquilizarle ni, mucho menos, distraerle con otra cosa.
¿Pero qué exactamente tengo que hacer??
Estar cerca. Sentarte junto a él. O cogerle al brazo si lo permite. O sentarlo en la cama. Y observarle con amor. Mirarle con amor. Ver si te permite decirle algo y entonces intentar reflejarle lo que estás entendiendo que le pasa mediante preguntas:
¿Quieres llorar un rato más?
¿Quieres seguir enfadado un poco más?
¿Quiere que te toque un poco la mano?
¿Querías jugar un rato más y te has enfadado porque teníamos que irnos?
¿No querías que te cambiara el pañal ahora que estabas jugando tan a gusto?
¿Quieres que bajemos al coche con la bici?
Eliminando la posición de poder que hemos ‘heredado’ a la hora de relacionarnos con nuestros hijos, conseguiremos seguro una relación más tranquila y respetuosa. Y ellos lo notarán y responderán así.
¿Y si yo estoy tan estresada, cansada, saturada que no soy capaz de empatizar con sus emociones?
Entonces me alejo un poco. Pongo distancia física. Aunque sea un bebé de 1 mes que no deja de llorar. Me alejo y vuelvo en cuanto pueda conectar de una forma más sana.
Y le agradezco. Siempre. Por haberme ayudado a resolver la situación.

Tráemelo, anda.
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😂😂
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