No. Jugar no es un capricho del niño. No intenta manipularte cuando te dice que quiere jugar. No intenta maquiavélicamente llevarte a su terreno.
No. Jugar no es un capricho. Ni debería ser un lujo o un premio.
Jugar es una necesidad.
Y cuando se vea así comprenderemos la actitud de los niños en ciertos momentos de desconexión con lo que le rodea.
Cuando tienes niños a tu cargo tienes la obligación de adaptar tu rutina diaria a sus necesidades básicas. Esto no significa crear pequeños tiranos a los que se les da todo aquello que exigen. No. Significa que tenemos la obligación y la responsabilidad de darles lo que necesitan: el agua y la comida que necesitan. El descanso en los momentos que ellos necesitan (y no cuando a nuestra agenda social le venga bien). El silencio cuando necesiten el recogimiento y la tranquilidad. Y las horas diarias de juego libre, sobre todo libre, que su mente y su cuerpo necesitan.
Cuando un niño tiene el tiempo necesario (el tiempo debería marcarlo él) para jugar, le estamos dando la maravillosa oportunidad para sentir libertad de movimiento, libertad de autonomía. Mientras juega aprende que en su interior tiene las herramientas que necesita para tomar decisiones, conocer sus gustos, conocer su cuerpo y, poco a poco, ir reconociendo amplitud de emociones con las que se encuentra mientras juega.
No parece un capricho, ¿verdad?
El juego libre no consiste en ‘apartar’ del núcleo familiar a un niño para que nos permita realizar otras tareas. Ni consiste en dejarlo sin supervisión ni acompañamiento.
El juego libre es proveerle o no del material que pueda necesitar según el lugar y el momento. A veces el material puede ser hasta un impedimento para que él desarrolle la creatividad que todos llevamos dentro.
Dibújale una manzana y aprenderá a no salirse de la línea.
Pégale una tira de papel y aprenderá a no pintar la pared.
No le des nada a ver qué pasa😊
El juego libre, dependiendo de la edad, tiene que se acompañado de un adulto que supervisa sin juicio ni intervención.
Parece que no le hagas mucho caso cuando actúas así. Pero le estás haciendo el mayor caso que puedes. Tu observación continua y tu silencio es lo más presente que podrás estar nunca.
Y cuando busque tu mirada, que la encuentre. Cuando te ofrezca un objeto, lo agradeces. Cuando se haga daño, le asistes.
Nuestra interacción debe ser cuando ellos la pidan.
Y esa es nuestra dificultad. Soltar cuesta mucho. Desprenderse del miedo es aterrador.
Dejar a un niño pequeño que explore con libertad implica riesgo físico en algunos momentos. Son ellos quienes tienen que aprender dónde empieza el peligro y hasta dónde deben llegar. Y para eso, tenemos que desaprender y volver a aprender nosotros. Dejar de interferir con nuestra opinión de su juego, con nuestra mirada crítica, con nuestro grito de aviso de peligro.
El juego libre es el juego libre. Y por eso la importancia de nuestra observación y nuestro acompañamiento respetuoso.
Hay otro juego, el dirigido, con el que también se aprende otro tipo de herramientas. Pero ese es otro.
Imagina esta situación:
Tu hijo de 15 meses en una piscina pequeña. Le cubre bastante pero si se pone de pie le llega el agua como a la cintura. No le pones los manguitos. Te sientas muy cerca. Incluso te lo sientas encima. Y le das la libertad para que se mueva y se observe.
Se sumerge. Sale. Traga agua. Se ríe. Vuelve a sumergirse. Sale con cara asustada. Se cae y pierde aparentemente el control. Da una vuelta bajo el agua y apoya las manos. Los pies. Y sale. Tose. Te mira. Le sonríes en silencio. Y vuelta a empezar.
Eso también es juego libre.
¿Te atreverías a no interferir?
