Con 4 meses de vida (tuya y mía contigo) nos vinimos a vivir a nuestra casa.
Los primeros meses que le siguieron fueron de un despertar brutal. En mi.
Siempre he necesitado tenerlo todo bajo un aparente control. Dejando que todo fluya, pero bajo la mirada de una Vero organizadora, planificadora, muy autoexigente y, en consecuencia, perfeccionista.
Vivir con un bebé de pocos meses y un gato, fue de repente devastador para esa Vero que de vez en cuando asoma.
Una empresa que no espera a que yo esté lista para empezar el día. Ni para acabarlo. Una compra semanal que hacer y cocidos varios que preparar. Y congelar. Nunca antes había congelado comida. He tenido también que acostumbrarme a eliminar esta manía sinsentido.
La ropa sucia esperando. Y los pelos de Kira en los rincones. Las plantas que regar y poco a poco adaptando tus rincones de juego a tu edad.
Solía ser espontánea. Muy espontánea. Aún lo soy, aunque menos. Solía improvisar planes, por el mero placer de sorprender al otro y a mi misma. Se torcían y me adaptaba. Era feliz con el cambio. Desde hace unos años, ya no tanto.
Tu existencia lo cambió todo. También esto. Sobre todo, esto.
He tenido durante meses la vital necesidad de no cambiar los planes ni las reglas del juego. Vital porque solo una ficha que alguien moviera causaba en mi estrés, ira y desborde emocional.
Un cambio de hora en una quedada. La cancelación de una comida. El retraso de una visita a casa programada.
Mis días tenían que estar perfectamente organizados desde la hora de despertarme hasta la de acostarme. Todo tenía que cuadrar y encajar para no desbordarme.
Situaciones completamente rutinarias que me hicieron despertar y darme cuenta de mi estricta necesidad de tenerlo todo bajo control. Por pequeña que fuera la ficha, nadie podía moverla sin mi supervisora autorización.
Imposible vivir así. Yo no.
Fui consciente de mi incapacidad repentina de improvisación y de adaptación al cambio.
Y así, yo, no.
Poco a poco, durante este año, he ido creando mi propia trampa de supervivencia.
Y así surgió el Plan B.
Vale, soy incapaz de improvisar.
Vale, vale. No puedo adaptarme como antes hacía ante los cambios de planes. Vale.
Valeeee
Pues crearé el Plan B.
En serio. ¿Te ríes? ¿Una tontería?
Pues no. No lo es. No para mi esencia controladora.
Ahora organizo mis días. Mis fines de semana. Y siempre, siempre, tengo un Plan B en la retaguardia.
El trabajazo sigue siendo brutal.
No es un ‘ah bueno, no pasa nada’.
No.
Sí que pasa.
Tengo que dejar pasar un rato. Incluso horas. Hasta que soy consciente de que es el momento de ponerlo en práctica.
Entra en juego el Plan B. Y respiro. Y conecto otra vez.
Y podemos continuar.